Ella recorría las calles inundadas de personas, pensando en todo lo
que tenía que hacer cuando llegara a su trabajo. Caminaba a paso enérgico, con
la vista al frente e indiferente a las miradas que le destinaban los hombres
que la veían pasar. Nunca se había sentido foco de esas miradas, simplemente
porque nunca se había sentido suficientemente atractiva para merecerlas. Este era
un tema crucial para sus amigas, que no se cansaban de decirle que el espejo ya
no le devolvía la misma imagen que ella tenía a los 17 años, que ahora le
devolvía el reflejo de una bella chica de 24 años, que destilaba sensualidad y
feminidad. Pero a Roma no le interesaba escucharlas.
En
sus oídos sonaba “Somebody to love” de Queen. A todo volumen los auriculares
enganchados a su teléfono celular, le hacían la caminata más amena en esa
pesada media mañana veraniega. Tan ensimismada estaba pensando en su rutina que
casi no se percató de que el reproductor
se había detenido y que su teléfono había comenzado a vibrar, se dio cuenta cuando
comenzó a sonar el aviso de llamada del celular, sin detener el paso empezó a
hurgar en su cartera, miraba de vez en cuando al frente casi de refilón sin
prestar mucha atención.
—¿Por qué no miras por dónde caminas?— La pregunta, proveniente de una voz profunda,
masculina y sensual, la frenó en seco, mientras alzaba la mirada recorriendo
ese torso hercúleo de amplio pecho y de cintura un poco más estrecha, con
vientre plano, seguramente duro y absolutamente marcado. Envuelto en una camisa
blanca con los dos primeros botones desabrochados metida dentro de unos
pantalones de vestir negros. Se preguntaba de dónde había salido ese cuerpo y
sobre todo en qué momento. Pero cuando sus ojos conectaron con los del dueño de
esa voz, Roma se quedó sin aliento. Con su cabeza echada hacia atrás,
contemplaba el rostro más hermoso que había visto en su vida, hombre de
facciones puramente masculinas, barbilla
fuerte y mandíbulas cuadradas, pero sin
dudas, su mirada era lo que mas la atraía hacia él. Sus ojos verdes con destellos dorados, la contemplaban
con una intensidad abrasadora y penetrante. Roma, supuso que se debía a la
forma en que sus cejas enmarcaban su rostro, eran como picos y la ceja
izquierda atravesada por una cicatriz, se alzaba de manera sexy pero
demostrando reproche. A pesar del
temblor que recorría su cuerpo, se las ingenió para poner su mirada más
desafiante y responderle. Irguiéndose en su metro sesenta y tres, sacando pecho
y demostrando no estar para nada cohibida por el metro noventa y pico de aquel
hombre que la contemplaba algo irritado.
— Si me estabas viendo que iba
distraída ¿Por qué no te hiciste vos a un lado? — Definitivamente se sintió muy
conforme con la respuesta que le dio al tipo, porque pudo ver que los ojos
pasaron de desconcertados a resplandecer de indignación.
—Si prestaras atención
por donde vas, no andarías chocando personas — Alegó aquel hombre mientras se
cruzaba de brazos.
— Y si no estuvieras tan al divino botón, te harías a un lado
y no le estarías haciendo perder tiempo valioso a las personas que no estamos
para perder tiempo. ─ Dicho esto, le sonrió de manera burlona y prosiguió su
camino al trabajo. Eso sí, algo perturbada por ese hombre de mirada intensa.
El
teléfono de Roma volvió a sonar, por suerte había podido encontrarlo y esta vez
lo tenía a mano para contestar rápido
— Holaaa reinaaa!! — La voz estridente de
Jonás, su amigo más reciente y compañero de baile, le llegó apenas alcanzó a responder.
— Jonás,
corazón ¿Cómo estás?
—
Bien, amore mío, ¿vos?
—Acá
ando, muerta de calor y a tres cuadras de llegar al trabajo
— ¿Estás llegando tarde o me parece?
—
No, no te parece. Voy re tarde
—
Bueno reina, no te voy a hacer gastar más aliento. Solo quería saber si venís a
la clase de esta noche — Roma había empezado cinco meses atrás clases de baile, ritmos latinos y tango.
Empezó para poder coordinar, según ella, los movimientos de su cuerpo. Pero la
verdad que intentaba ocultar, hasta de
ella misma, es que bailaba para darse confianza y seguridad
en los movimientos de su cuerpo.
— Obvio
que voy ¿Me pasas a buscar?
—
Por supuesto reina. Ahora sí, te dejo y mandale un beso a tu compañerito de
trabajo, que está más bueno que comer pollo con la mano.
— Jaja lástima que sea
medio idiota, pero sí, reconozco que está muy bueno.
Se
despidieron entre desacuerdos amistosos sobre León, el compañero de trabajo de
Roma, y la hora en que Jonás la tenía que pasar a buscar para ir a su clase de
baile.
Mientras
volvía a guardar el teléfono en la cartera, abría la puerta de la librería. Exactamente
a las 10.15 a.m., el fresco interior del trabajo le daba la bienvenida a su
jornada laboral. Era consciente de que estaba llegando quince minutos tarde,
siempre podía echarle la culpa a su reloj, que a propósito estaba unos 10
minutos retrasados para que no la reten o por lo menos no sea más que una
llamada de atención de que se compre un reloj nuevo o que le cambie las pilas a
su viejo reloj de pulsera. Entrando furtivamente, subió los quince escalones que
llevaban al depósito y se dispuso a dejar su cartera y a abrir las cajas nuevas
para ponerse a ordenar los libros nuevos en sus estantes correspondientes.
Roma
estaba en cuclillas, abriendo las cajas, demasiado fascinada con la emocionante
tarea de ver los nuevos títulos que habían llegado en el pedido, que no se dio
cuenta de que alguien había entrado en el depósito.
— Quince minutos tarde,
Casalegno — La voz profunda y susurrada
en su oído, León Scarmacio, la hizo darse vuelta rápidamente, quedando con su
cara muy próxima a la suya, sus narices no se rozaban por milímetros. Con su
sonrisa de chico malo, cargada de promesas lujuriosas en conjunto a sus
penetrantes ojos azules, su pelo despeinado y sexy castaño claro, siempre
conseguían hacerla tener pensamientos candentes, el punto es que León, como
bien lo bautiza su nombre, se creía el rey de la selva. Y cambiaba mujeres como
de ropa interior, porque era el típico tipo que está bueno y lo sabe. A los treinta y cuatro años, León era el soltero más codiciado de la librería, sin contar a la buena
de Doña Mirna - quien además de ser su tía, era dueña de la librería- y Roma,
el resto había caído bajo sus encantos masculinos. Si bien el cuerpo de León no
era tan fornido como el del tipo con el que había tropezado momentos antes,
tampoco estaba tan mal. De hecho, no estaba para nada mal. Su cuerpo era
atlético, aunque según los testimonios de las otras chicas que trabajaban en la
librería, estaba marcadito. Metro ochenta y seis de puro delirio, a menos que
conocieras que era realmente un picaflor, alérgico al compromiso y al amor,
adicto a noches de pasión pero nunca a repetir la dosis con la misma chica, por
lo menos no en una misma semana.
— ¡Casi me matás del susto, por Dios! —Le
respondió Roma, retirando la mirada de esos hipnóticos ojos celestes.
—Vi que
subiste apurada al depósito, y vine a decirte…
— Que estoy quince minutos tarde,
como si fueras uno de esos aparatos en los que se marcan tarjeta ¿no? — le
interrumpió, algo indignada, mientras se ponía de pie y se cruzaba de
brazos.
— Siempre con esa costumbre de
hablar más de lo que escuchas, poniendo prejuicios contra mi persona —. Mientras
se defendía, algo ofendido e incrédulo, León, se iba poniendo en pie y
acortando la distancia entre el cuerpo de Roma y el suyo. La verdad sea dicha,
esa pequeña lo tenía loco, era la última que le faltaba por conquistar y le
volvía loco el saber que ella no le daba pelota, lo trataba como a un amigo
más, con cordialidad y hasta bromeaban juntos. Un par de veces la pescó
mirándolo abiertamente, pero por alguna extraña razón, ella había levantado una
barrera imaginaria que él era incapaz de superar, como si ella se creyera una
reina o buscase a alguien superior a cualquier mortal. Pero él estaba dispuesto
a llevársela a la cama a como dé lugar.
— Está bien, perdón. ¿Qué me ibas a decir?
— Se disculpó, mientras retrocedía un
par de pasos y volvía a relajar los brazos. A Roma, la ponía un poco incómoda
que León invadiera su espacio personal, y más la alteraba cuando ladeaba la
boca en esa media sonrisa rompecorazones.
—
Mi tía hoy no viene —. Empezó a explicarse León, mientras se apoyaba
contra una de las columnas del depósito y metía las manos en los bolsillos,
disfrutando de ese pequeño juego de acechar a la presa. — Nos toca cambiar los libros de las vidrieras,
por ende armar las nuevas vidrieras. Vos te vas a encargar de eso, los libros
que llegaron para organizar en los estantes lo va a hacer Caro, junto con
Romina. Yo me voy a encargar de hacer las listas de los faltantes y toda esa
perorata. Así que, además de encargarte de las vidrieras, estate atenta por si
entran clientes. Hoy Marcela viene a la tarde. concluyó con un suspiro su discurso y la observó, esperando a que objetara algún punto.
— Entendido —
Fue todo lo que Roma dijo, antes de dirigirse a la planta baja y encaminarse a reorganizar
las vidrieras con los nuevos títulos.
Roma sacaba los libros de la vidriera y limpiaba
los estantes antes de poner los nuevos títulos. Hacer las vidrieras con las
últimas novedades era algo que le encantaba. Además, asesorar a las clientas con
las novelas que entraban a buscar, la hacía sentir como hada madrina, porque
sentía que les daba la posibilidad de explorar nuevos mundos y de vivir
historias maravillosas, de enamorarse de los personajes. Roma amaba los libros,
y trabajar en una librería era como su paraíso personal, le daba la posibilidad
de estar en contacto con esos nuevos mundos.
Fue
su padre quien la inició en el maravilloso mundo de la lectura, cuando era
pequeña, Giulio Casalegno solía leerle un cuento antes de ir a dormir. Dejándole
inconclusa la historia para poder continuarla a la noche siguiente, pero Roma,
como no soportaba la intriga de saber cómo continuaba, a la edad de 5 años le
pidió a su hermano Pietro, dos años mayor que ella, que le enseñara a leer, y
así empezó su hábito de leer antes de ir a dormir.
Como
buena lectora, amaba el aroma de un libro nuevo y le fascinaba el que contenía
un libro viejo, de páginas amarillas sobreviviendo al paso del tiempo,
inmortalizando a sus amados personajes, sus amigos y compañeros de vida. Roma,
se refugiaba desde pequeña en la lectura, era
su forma de escapar del mundo real y de la crueldad a la que estuvo
sometida en su adolescencia. A pesar de que ella se mostraba férrea y superada,
en su interior siguen sangrando viejas heridas que la hacen sentirse indefensa,
y sumergirse en las historias la hacían desconectarse y sentirse feliz.
Su
familia, el pilar más importante en su vida. Su madre, Magdalena, su mayor
confidente. Sus personalidades eran muy parecidas, lo que les permitía entenderse
con una sola mirada. Su hermano, su mejor amigo, confiaba y se refugiaba en él
porque siempre la cuidaba y defendía. Pietro era como Giulio, el mismo
carácter, las similitudes físicas eran patentes entre padre e hijo, la
diferencia radicaba en que Pietro heredó el color de ojos de su bis abuelo
materno, turquesas, como el cielo de verano. El único parecido que había entre
los hermanitos Casalegno, era el color negro de su pelo, el de Roma semi
ondulado y largo hasta la cintura, mientras que el de Pietro es corto y al
estilo desalineado y la tez trigueña, lo único que tienen en común en rasgos
físicos; en el resto eran el día y la noche. Pietro medía un metro ochenta y
nueve, mientras Roma a duras penas llegaba al metro sesenta y tres.
Se
había sumergido en sus pensamientos, sin reparar que sostenía contra su pecho
una antigua novela que se había colado entre las novedades del mes. La devolvió
a la realidad el tintineo de la campanilla de la entrada, seguida de la voz de una anciana, que frecuentaba la
librería con su rostro amable y sus ojos tristes, acompañados de aquellas
marcas, que no representaban la edad, si no, la experiencias y los envites del
destino.
— Señora Carola ¿Cómo está? — Preguntó Roma, volviendo a la realidad,
mientras se bajaba de la vidriera y seguía sosteniendo la novela contra su
pecho.
— Carola, hija, decime solo Carola
— dijo la anciana, mientras la tomaba de
la mano — Yo estoy como una mujer de mi
edad puede estar, con el peso del tiempo sobre los hombros — finalizó la anciana en apenas un audible
susurro. Roma sentía un extraño cariño hacia esa mujer, en sus ideas más íntimas,
sostenía que aquella mujer ha perdido a un gran amor y se refugiaba en los
libros para curar el espacio vacío y al olvido a la que la habían sometido sus
hijos y nietos, o tal vez nunca había sido madre y su compañero de vida la había
dejado sola en este mundo terrenal. Pero encontraba algo en la mirada de esa
dulce mujer, que la invitaba a dejar volar su imaginación.— Muy bien, Carola, ¿en qué la puedo ayudar
hoy? — Preguntó, agarrándola del brazo.
Sabía que no iba a comprar nada, pero le encantaba charlar de “Novelas Rosas”
con aquella mujer.
— Hoy si te voy a
comprar un libro, hija. — Dijo con una
sonrisa cómplice la Señora Carola
— Esa frase es música para mis oídos, Carola,
así que dígame ¿tiene algo en vista? —
Roma supuso que sí, ya que pasaba por ahí absolutamente todos los días,
y daba vuelta por los estantes revolviendo títulos durante media hora aproximadamente,
y charlaba otra media hora con ella.
—
Tengo algo en mente, pero voy a necesitar tu ayuda —. Mientras guiaba a Roma hacia la sección de
Autoayuda, le comentaba que el libro era para un amigo de su nieto, que estaba
atravesando una situación complicada con el sexo femenino y que ya estaba
cansada de verlo soltero, refugiándose en el pretexto de que “el amor” no era
para él, ella quería sacarlo de ese mundo por medio de un libro de
autoayuda.
—Muy bien, Carola, teniendo en cuenta el panorama que usted me ha
pintado, creo que éste puede ser el libro perfecto para el amigo de su nieto — dijo Roma, mientras tomaba un ejemplar de “Cómo superar a tu ex en 10
pasos”. Una vez más, Roma, había dado en el clavo asesorando a una clienta.
Ambas, envueltas en un clima de risas se encaminaron a la caja, donde Romina se
dispuso a cobrar y envolver la compra de la Señora Carola. Ya entregada la
compra, la Señora Carola y Roma se despidieron con un pequeño abrazo y promesas
a futuro para tomar el té.
— Un título peculiar, el que se llevaba la
señora Carola — comentó Romina a Roma, mientras ésta se dejaba caer con un
pequeño suspiro en el mostrador.
— Es para el amigo de su nieto, que está
pasando una etapa de desamor — Respondió Roma, mientras se ponía derecha y se
encaminaba a continuar con sus tareas. Había
visto que León, se estaba acercando y no quería agregarle a su llegada tarde más
problemitas.
Roma
trabajó durante la hora y media siguiente, con muchísimo ahínco, guardando los
libros en las cajas y reorganizando la vidriera principal. Si bien, no era muy
habilidosa, mejor dicho, para nada habilidosa para hacer manualidades, o tener
ideas creativas con respecto al arte, era
muy buena armando las vidrieras de maneras llamativas. Exponiendo las
novedades con sus esteras correspondientes,
puesto absolutamente todo, de manera meticulosa, para que la luz del sol
no solo no les afecte demasiado a las portadas de los libros, si no que se destaquen desde cualquier ángulo en el que
el público pase por el frente de la vidriera. Esto era posible porque ella, salía de la librería y se
paseaba por el frente de la vidriera comprobando los ángulos. En un principio a
sus compañeros de trabajo les llamaba la atención verla caminar y mirar de
perfil la vidriera, entrar y salir, en los primeros tiempos casi se volvieron
locos, pero después se fueron acostumbrando, incluso había ocasiones en que se
ponían bajo sus órdenes para que ella no tenga que entrar y salir millones de
veces.
Ésta
no fue una de esas ocasiones, lo bueno era que Roma ya iba adquiriendo la
visión de la vidriera apenas veía las portadas y las esteras que mandaban,
algunas veces, las editoriales. Terminó rápido y se dirigió hacia el depósito,
dónde se encontraban los dispensers de agua y el armario donde se guardaba el
café y las tazas. Con el calor que hacía necesitaba hidratarse, si bien en la
librería estaba prendido el aire acondicionado, Roma estaba acostumbrada a
tomar muchísima agua. Esta costumbre la adquirió a los 17 años, cuando comenzó
a hacer dieta para bajar los 10 kilos demás que tenía, desde entonces, todos
los días tomaba unos 3 litros de agua a diario. Mientras subía los escalones,
en el equipo de música estaba la radio, sintonizada en una estación femenina,
comenzó a sonar “El día que me quieras” interpretada por Luís Miguel, el cantante
preferido de Magdalena, su madre. De manera inconsciente, Roma comenzó a
tararear y a bailar sola en el depósito. León, que subía de casualidad al
depósito, se quedó contemplándola unos
instantes e incapaz de perder oportunidad, acopló su cuerpo al de ella y la guió de manera sublime en pasos de vals, mientras que la miraba a los ojos y le
cantaba en un susurro, apenas audible para ellos dos.
La
canción terminó, y Roma automáticamente rompió el hechizo del momento,
soltándose del agarre de León.— Las clases
de baile que tomas son verdaderas — afirmó León, intentando recobrar la compostura y tratando no sonar
perturbado. Había disfrutado ese pequeño vaivén de cuerpos, hacía mucho tiempo
que no gozaba del “arte de cazar” a una mujer, y nunca había bailado el vals
con una, a menos que, estuviera en un casamiento. Hacía mucho que él no era
espontáneo con sus actos, siempre todo lo hacía con meticulosidad para obtener
resultados efectivos.
— Por supuesto que son verdaderas — contestó ella, mientras se encaminaba a
buscar su taza para tomar agua.
—
Me encantaría llevarte a bailar, para comprobar si en todos los ritmos sos tan
buena como en el vals — León estaba
tentando la suerte, Roma se giró y lo miró con reproche por encima del borde de
su taza.
— No empecemos, veníamos bárbaro —
Fue todo lo que dijo, antes de dejar su taza y volver a la planta baja.
***
Eric
seguía pensando en esa chica, esa que casi se lo lleva puesto, esa que cada vez
que recordaba le hervía la sangre. ¿Con cuántas se había cruzado esa mañana o
esa semana? Con muchas, pero había algo en ella que hacía que fuera imposible
quitarla de su mente. Tal vez haya sido el descaro con el que le hizo frente,
sosteniéndole la mirada e invitándolo al tácito duelo verbal. Revivía aquel
breve encuentro una y otra vez, y solo podía memorizar cada vez con mayor
certeza las facciones de esa hermosa muchacha. Los labios en forma de corazón,
de color rosados naturales apenas destacados por un brillo labial, pidiendo a
gritos que sean devorados hasta dejarlos enrojecidos. La forma de sus ojos,
grandes y medio sesgados, negros como el café, sus pestañas largas como las
noches de invierno, y sus cejas anchas depiladas como alas de gaviotas.
—
Desde que llegaste, cada cinco minutos, te perdés en una nebulosa y sonreís
como idiota ¿me querés hacer el bendito favor de contarme qué te pasa? — le
increpó Santino, su amigo de toda la vida, su compañero de banco desde jardín
hasta la universidad.
Eric
había ido al departamento de Santino para debatir el caso de uno de sus
pacientes, pero habían empezado a hablar de bueyes perdidos y Eric no podía
dejar de pensar en la chica con la que había tropezado hacia un par de horas
atrás. Sentado cómodamente, en uno de los sillones del departamento, se perdía
en sus recuerdos, mientras intentaba mantener el hilo de la conversación con
Santino.
Se
enderezó para contarle lo que estaba evocando , era al vicio intentar contarle
una mentira, ya que se conocían de derecho y de revés. En realidad las únicas
tres personas a las que no podía mentirles, salvo en el Póker, era a Santino,
Lucas y Marcos. Sus amigos de siempre, ellos se apodaban “Los cuatro
fantásticos”. Todos estudiaron medicina, pero se separaron al momento de elegir
especialidades. Eric Neurocirujano,
Santino Traumatólogo, Lucas Pediatra y Marcos Psiquiatra.
— No sabía que
ejercías de Psicólogo — Comentó con sarcasmo.
—Ejerzo de amigo, así que larga qué
es lo que te pasa de una buena vez — le ordenó y se preparó para escucharlo.
—
No es nada importante… pero… hay alguien que no me puedo sacar de la cabeza —
Terminó de decir con un suspiro.
— ¡Apa! ¿La conozco? — se interesó abriendo los
ojos y elevando las cejas, mientras hacía una lista mental de las amigas de su
novia, que Eric conocía, y que podrían haber tenido un interludio amoroso.
— No
creo, ni yo la conozco — con tono
resignado, Eric, volvió a recostarse en el sillón.
— ¿Y eso? —
Extrañado, Santino, se enderezó en su sillón. Eric, pasó a relatarle como
casi se chocan y el intercambio verbal. El cruce de miradas y como se quedó
como un idiota mirando cuando ella se fue. Le contó también que la siguió
discretamente, y vio que entró en una librería, y que dedujo que ahí trabajaba,
no solo por la vestimenta, que era igual a de las otras empleadas, si no que la
vio armando la vidriera.
—
Después entró tu abuela en la librería y se saludaron como viejas amigas —. Eric,
se había quedado contemplando a aquella misteriosa chica, como si contemplara
al pez más extraño y exótico del mundo, en una pecera. La había visto quedarse
con la mirada perdida en algún punto de su memoria, con una novela aferrada en
sus brazos y el sol de la mañana haciendo refulgir cada una de sus facciones.
Hasta que en su campo de visión entro la abuela Caro, y se tuvo que ir de
manera más furtiva de cómo había llegado.
— ¿Mi abuela? — Santino cada vez más extrañado, paso por alto la extraña
conducta de su amigo al perseguir a una chica.
— Sí, tu abuela — Le respondió
como si de un nene chiquito se tratara.
— La librería que siempre va mi abuela
es una que está acá a cinco cuadras más o menos — comentó, intentando recordar
el nombre de esa librería
— Exacto, esa misma librería — Apuntó Eric.
—Bueno, ahora que viene la
abuela le preguntamos, como quien no quiere la cosa, si sabe el nombre de esa
chica —. No sabía por qué, pero había algo en todo esto que le fascinaba a
Santino. Tal vez el hecho de verlo a su amigo interesado en una chica, como
nunca antes, ni siquiera por Melania
mostraba ese brillo en los ojos cuando hablaba de ella. Y esta chica
enigmática, con un simple tropiezo en la calle y una lengua rápida para
retrucar, lo había dejado con sus pensamientos revolucionados. A como de lugar
iba a averiguar la identidad de esa mujer.
— Definitivamente le voy a decir a
Marcos que te regale la camisita blanca, la de manguitas cruzadas que se prende
en la espalda — dijo revoleando los ojos e intentando parecer indiferente a la idea
de su amigo. Eric, quería disimular que esa idea se le había cruzado por la
mente, apenas vio a la abuela Caro entrar en la librería y hablar con ella. —
¿El viernes nos juntamos a jugar al póker? — Preguntó, intentando desviar el
tema de conversación a un terreno que no le incomodara tanto.
— Es el cumpleaños
de Sofía — Le recordó. Sofía, novia de Santino hace tres años, convivían hace dos. Se conocieron en el
Hospital Carson, donde trabajaban actualmente junto con Lucas y Eric. Sofía era
una de las nuevas enfermeras y Santino uno de los médicos más codiciados por
las féminas, apenas se conocieron se hicieron muy amigos y poco a poco Sofía
fue conquistando el corazón de Santino. Ese viernes, ella, cumplía veintisiete años y lo
festejaban en el departamento, con sus colegas del hospital y sus amigos
recientes, sus compañeros de baile. El espacioso departamento les permitía
hacer ese pequeño ágape, apenas corriendo algún que otro mueble para que se
forme una pequeña pista de baile, por si alguno de sus compañeros de baile
tenía ganas de hacer una pequeña demostración. El festejo oficial lo realizaban
el sábado, ya que ninguno trabajaba el domingo. Brenda y Mariela, novias de
Marcos y Lucas, también asistían junto a Sofía a clases de baile.
— ¿Y no nos
podemos juntar un rato antes? — Preguntó algo decepcionado Eric.
— No sé a qué
hora empiezan a llegar sus amigas. Sé que hay una que viene tipo 7.30 p.m. Es
la que la va a ayudar a preparar los bocaditos y eso —. Con un suspiro
resignado, Santino, zanjó el tema de la partida de Póker del
viernes. Religiosamente todos los viernes, los cuatro amigos se juntaban a jugar
al Póker, mientras las tres novias comían y parloteaban en la cocina. Los
cuatro bebían cervezas, fumaban algún que otro habano y apostaban pequeñas
sumas de dinero.
— Avisame si es la pegajosa de Martina, así vengo tarde — Dijo
Eric mientras le daba un trago a su vaso de Coca-Cola helada. Martina,
enfermera del Hospital, estaba obsesionada con Eric, siempre intentando llamar
su atención. Tuvo que pedir que la transfirieran a otro piso porque lo
atosigaba constantemente.
Riendo,
Santino le aclaró que no se trataba de Martina, si no, de una de las compañeras
de salsa de las chicas. Una que no conocían, porque hacía poco que eran amigas
y que tenía nombre de ciudad europea.
— ¿No me digas que Sofía es amiga de Paris
Hilton? — Preguntó Eric con sarcasmo.
— No, chistoso. Es otra capital europea,
pero en este momento no me acuerdo cuál.
— Lo bueno es que estamos a
miércoles, tenés hasta el jueves para acordarte el nombre de la chica —. Sonriendo, Eric se levantó del sillón para sacar su celular que había comenzado
a vibrar. — Luquitas — Sabía que su amigo detestaba que lo llamaran con
diminutivo, solo su abuela y las abuelas de los chicos tenían permitido
hacerlo.
— Eriquito — respondió del otro lado del teléfono, Lucas, en su mejor
tono de imitación de su abuela — ¿Dónde estás? — En casa de Santino ¿por? —
Preocupado, Eric, se levantó del sillón rogando para sus adentros de que no se
tratara de ninguna emergencia. Santino, se enderezó temiendo lo mismo que su
amigo.
— Te están buscando por todas partes. Tenés que venir urgente al
hospital, tu papá quiere hacer un anuncio importante, decile a Santino que
también esto le incumbe — finalizó
Lucas
— Ok, ya vamos para allá — Eric, cortó la llamada más relajado. Se trataba
de asuntos administrativos y no de una emergencia.— Tenemos que ir al Hospital, mi viejo quiere
hacer un anuncio importante y nos quiere ahí — le informó.
— ¿Anuncio
importante? ¿Ahora le dice así a los cambios de horarios de las guardias? —
Preguntó extrañado, mientras agarraba las llaves del auto.
— Al parecer, porque
no notaba preocupación en Lucas.
Salieron
departamento y se dirigieron al hospital, cada uno en su auto. Santino en su
Fiat Punto negro, mientras que Eric iba en su Audi A8 de doce cilindros, negro
con los vidrios polarizados. Leyéndose el pensamiento, no tomaron el camino
acostumbrado para ir al hospital, si no que desviaron su ruta para pasar por el
frente de la librería. Pero aquella muchacha no estaba al alcance de la vista,
fijando su vista al frente una vez más, agradecía ir solo en el auto para
mostrar abiertamente esa pequeña decepción de no haberla visto. No sabía que le
sucedía, ni de dónde provenía ese sentimiento. No alcanzaba a comprender qué le
estaba pasando, solo sabía que tenía la imperiosa necesidad de verla otra vez.
Durante
los diez minutos que duraba el viaje, desde el departamento de Santino al
Hospital, Eric, continuó pensando en ella y en buscar la manera de que sus
caminos se vuelvan a cruzar. De ser
necesario, iba a ir todos los días a lo de Santino, a la misma hora, para
chocar su camino con el de ella. El pensamiento, le provocó risa. Nunca había
tenido que cambiar su rutina diaria para volver a ver a una chica. Lo que más
hacía sentirlo un idiota, era la idea de que ella ni siquiera se acordaría de
él.
Llegaron
al Hospital, entraron a la playa de estacionamiento, dónde cada uno tenía su
lugar reservado. Era una bendición para ellos el no tener que luchar en
conseguir lugar para dejar sus coches, sin tener que pagar una fortuna. Esa
pequeña ventaja que le daba ser el hijo del dueño del hospital, y sus amigos
también gozaban de los beneficios. Subieron al ascensor, ubicado a pocos metros
de donde dejaron los autos estacionados, y presionaron el botón al piso siete. En el quinto piso el ascensor se detuvo y
abrió sus puertas, dándole paso a una enfermera. Enfermera que Eric detestaba
desde lo más profundo de su ser, más que detestarla, le daba repulsión. Martina Sánchez entró en el ascensor, con su
habitual contoneo de caderas, su pelo teñido de colorado peinado en un rodete
tirante, su empalagoso perfume y sus insinuantes ojos celestes. A decir verdad,
el color de sus ojos era marrón y utilizaba lentes de contacto que no la
favorecían en absoluto.—Buenas tardes, Doctores— saludó, con su melosa voz.
Santino se limitó a asentir con su cabeza, en señal de respuesta al saludo,
mientras que Eric ni se molestó en mirarla. Algo que hizo que ella estallara
por dentro, detestaba el gesto de hastío que él hacía cada vez que ella le
dirigía la palabra. Sabía que ella era hermosa, cada vez que se miraba en el
espejo, Martina, no se encontraba defectos. Con un cuerpo que cualquier mujer
mataría por tener, de grandes pechos – artificiales, pero lo que contaba era el
tamaño- cintura muy estrecha y a pesar de no tener cola muy respingona, no
estaba mal. Ella lo había perseguido a sol y sombra, hasta llegó a meterse en
su consultorio totalmente desnuda y él solo se la había sacado de encima, ella
había pensado que tenía que ser homosexual para rechazarla. Pero cuando le
preguntó, él solo se limitó a mirarla con sus ojos cargados de impaciencia y a
decirle “No, no soy gay. Pero las tipas como vos no me van”. Fue el último
cruce de palabras que tuvieron, ahora solo quedan los cordiales saludos, que él
ni se molesta en responderle. Ese día, fue el último que trabajó en urgencias.
A la mañana siguiente, fue transferida a Hemodiálisis. De eso habían pasado tres
meses, tres meses en los cuales Martina, seguía devanándose los sesos intento
descifrar a qué había hecho referencia con eso de “las tipas como vos”. Solo quedaba una explicación y era por demás
imposible, nadie conocía su oscuro secreto.
El
ascenso de los dos restantes pisos que faltaban para llegar, a Eric, se le
hicieron eternos. Se sentía sofocado con el empalagoso perfume de Martina, de hecho
su sola presencia lo sofocaba. Tan solo recordar lo que ella había hecho apenas había ingresado en el
hospital a trabajar, le daba impotencia e ira.
Cuando
el ascensor se detuvo en el ansiado séptimo piso, sintió que los pulmones se le
volvían a llenar de oxígeno. Las puertas se abrieron, y se encaminaron a donde
se encontraba la sala de juntas.
La
sala de juntas, era un despacho con dos paredes en color durazno y dos
ventanales esmerilados enormes. Contaba con una mesa de roble ovalada con
capacidad para doce personas, con sillas de oficina en color negro, el piso de
parquet Guatambú y un par de obras de arte colgadas en las paredes, completaban
la estampa del lugar. Eric y Santino entraron después de cederle el paso a
Martina, la caballerosidad era primordial para ellos, se ubicaron junto a
Lucas. El padre de Eric, dueño y director del Hospital, se hallaba con el
semblante risueño. El Doctor Tristán Carson, saludó a su hijo y a su hijo
postizo, con una leve inclinación de cabeza.
—Bien,
ahora que estamos todos, puedo comenzar a informarles los cambios que a partir
de ahora van a regir en el Hospital —
Dijo el Dr. Carson, alzando la voz por encima del murmullo en la sala
obligando a todos a guardar silencio y a prestar atención — Como bien saben, el
Hospital ha estado en construcción de una nueva ala, destinada a la atención
psiquiátrica, la obra ya ha finalizado —. Todos comenzaron a aplaudir, Carson
padre, volvió a pedir silencio.— Me
complace anunciarles — retomó — al nuevo miembro de este hospital, me costó
mucha saliva convencerlo del puesto, pero gracias a Dios recapacitó y aceptó
— esbozando una enorme sonrisa, mientras
se armaba un pequeño barullo de risas. — Señoras y señores, les presento a Marcos Gonzáles, nuevo director del
ala Psiquiátrica del Hospital Carson —. Mientras Marcos emergía de la multitud, saludando y recibiendo las
felicitaciones de sus nuevos compañeros de trabajo, los tres amigos quedaron
pasmados ante la noticia, porque Marcos nunca había dicho ni una palabra de que
había alguna remota posibilidad de trabajar en la nueva ala de Psiquiatría, y
menos que menos ser el Director de la misma.
Los tres amigos, saludaron a Marcos con efusivas palmadas en la espalda
y algunos reproches, por mantener oculta la noticia de que iba a trabajar con
ellos.
Una
vez más, como en la universidad, estaban los cuatro juntos. Se dirigieron al
consultorio de Eric, para charlar y organizar para hacer un pequeño festejo esa
misma noche.
El consultorio de Eric era muy sencillo, de paredes blancas,
escritorio de roble, sillones de escritorio revestidos en cuero negro y una
camilla. Una vez que entraron en el despacho y cerraron la puerta, los cuatro
amigos se pusieron cómodos. Eric, se sentó en el escritorio en la parte que
daba al público, Lucas en uno de los sillones de escritorio, mientras que
Marcos y Santino se sentaron en la camilla.
— ¿Por qué nunca nos contaste que mi
viejo te estaba reclutando?
—
Porque sabía que si lo hacía, me iban a presionar— se defendió.
— ¿Qué te hizo aceptar? —
Preguntó Lucas. Sin duda, esa pregunta era la clave para entender la decisión
de su amigo. Sabían que era un hueso duro de roer, y cuando no quería aceptar
algo no había manera de hacerlo cambiar de opinión.
Marcos,
agachó la cabeza y la volvió a levantar. Respiró hondo y enfrentó a sus amigos,
que lo miraban expectantes.
— Me voy a casar —. Su miedo era que sus amigos le
reprocharan este gran paso que estaba por dar. Le había pedido a Brenda
casamiento, el fin de semana pasado. Necesitaba asegurarse un buen trabajo y
aunque ganaba bien en su consultorio privado, no le era suficiente para planear
un futuro con hijos y darles un muy buen pasar económico. El Carson no sólo le
ofrecía eso, sino que además él iba a ser su propio jefe en uno de los
Hospitales más privilegiados del país, con horarios flexibles y no
esclavizantes como en su consultorio. Iba a poder ser padre presente y un buen
marido. Amaba a Brenda con locura, ella, su novia desde su primer año en la
universidad. Desde el día en que la vio, en una mesita de la ciudad Universitaria,
leyendo a Freud con su café ya frío. Con su pelo que le llegaba a los hombros,
abrigada como para cruzar el polo Norte, su blanca piel se enrojecía en las
mejillas y en la nariz. Tan concentrada estaba en la lectura, que no se daba
cuenta de que su café hacía rato había dejado de estar caliente, se dio coraje
para salir de la fotocopiadora, acercarse a ella e invitarla con otro café.
Hasta el día de hoy, no sabía qué fue lo que lo llevó a ir a esa fotocopiadora
ubicada en frente del bar de la Universidad, aquella fría mañana de Agosto, no
sabía cuál fue el impulso que lo obligó a cambiar su camino habitual, pero lo
agradecía desde lo más profundo de su ser, porque conoció a su primer y único
amor. A ella, que le adivinaba los
pensamientos y con quien podía mostrarse tal cual era, sin máscaras, se sentía
tan cómodo con Brenda como con los chicos. No cabía duda, era ella, era la mujer de su vida, con quien se veía
envejeciendo. Era ella la que le iba a dar el maravilloso milagro de ser padre,
y a la única que se imaginaba como madre de sus hijos.
La
noticia los tomó desprevenidos y se quedaron en silencio unos segundos antes de
poder reaccionar. Cada uno cavilando su propia situación. Lucas, pensando que
Mar iba a empezar con las indirectas sobre el matrimonio. Santino, que sabía
que para Sofía el hecho de convivir era un gran paso y por el momento se
conformaba, pero seguía soñando con el vestido blanco y la gran fiesta. Eric,
por una fracción de segundos volvió a revivir el momento en el que él también
había decidido casarse, error que casi le costó la vida. Decidido a dejar esos
pensamientos de lado, ya que Brenda no era Melania, veía la adoración con la
que miraba a su amigo y viceversa.
—
¡Digan algo, por el amor a Cristo! —
exasperado, Marcos, brincó de la camilla y contempló a sus amigos.
—
Perdón amigo, estábamos pensando en la despedida de soltero — se excusó Eric, y
se levantó para darle un abrazo con palmadas en la espalda y expresarle sus más
sinceras felicitaciones. Lucas y Santino imitaron a Eric, y la pequeña tensión
que se había formado en el ambiente se esfumó, llenándose el espacio de risas y
bromas.
Más
relajado, Marcos, los invitó a una salida de siete, para festejar el
nombramiento, su compromiso y próximo casamiento.
— Las buscamos a las chicas en
su clase de salsa y nos vamos directo a tomar algo — Propuso Marcos. Todos
aceptaron, aunque Eric no tenía novia, los acompañaría de igual modo.
— ¿Alguno
se acuerda de qué capital europea, tiene el nombre la amiga de las chicas? —
Santino, seguía dándole vueltas al asunto.
—
¿Otra vez con lo de Paris Hilton? — Sarcástico, Eric, revoleó los ojos y se
cruzó de brazos.
— No, no es París. Es Roma —
corrigió Lucas.
— ¡Esa, esa era la capital! — Asintió Santino.
— Según me
cuenta Brenda, es una divina, pero con un carácter tremendo. De esas que son
rápidas retrucando.
— Igual que tu “Dama misteriosa”, Eric—. Ante esa referencia,
Eric, pensó que iba a estrangular a Santino. No quería hablar de ella todavía.
Marcos
y Lucas, lo observaban con los ojos abiertos y esperando una explicación. Ante
el mutismo de su amigo, Santino, decidió intervenir y relatar lo que Eric, le
había contado más temprano.
— ¡¿La
seguiste?! — Exclamaron al unísono Marcos y Lucas, los tomaba por sorpresa esa
actitud de espía de Eric, y más que tuviera que seguir a una mujer, cuando de
todos, era al que más hostigaban las féminas.
—No… sí… No... Bueno, sí,
técnicamente creo que si es seguir —
dijo mientras se bajaba del escritorio, daba media vuelta alrededor del mismo y se disponía a abrir los cajones, buscando la excusa que lo ayudara
a evadir el tiroteo de preguntas al que lo iban a someter sus amigos.
— ¿Desde
cuándo andas jugando a ser James Bond? — Le increpó Marcos. Eric, sólo se
encogió de hombros y guardo silencio.
— Lo que más me llama la atención es que
vos, justamente vos, andes persiguiendo mujeres — bromeó Marcos.— Con respecto
a lo que me impulsó, no sé bien como definirlo. Solo sé que sentí el impulso de
ver a dónde se dirigía y de volver a verla. Nada más. — Con esto, Eric, dio por concluido el tema y
se fue, azotando la puerta al cerrarla. Dejando a sus amigos anonadados por su
conducta; no solo con lo de esa mañana, si no, con el que mostraba ahora.
— Menos
mal que ahora, tiene a un psiquiatra cerca —
comentó Lucas, con la mirada clavada en la puerta por donde había
desaparecido su amigo.