Capítulo 1
Ella recorría las calles inundadas de personas, pensando en todo lo que tenía que hacer cuando llegara a su trabajo. Caminaba a paso enérgico, con la vista al frente e indiferente a las miradas que le destinaban los hombres que la veían pasar. Nunca se había sentido foco de esas miradas, simplemente porque nunca se había sentido suficientemente atractiva para merecerlas. Este era un tema crucial para sus amigas, que no se cansaban de decirle que el espejo ya no le devolvía la misma imagen que ella tenía a los 17 años, que ahora le devolvía el reflejo de una bella chica de 24 años, que destilaba sensualidad y feminidad. Pero a Roma no le interesaba escucharlas.En sus oídos sonaba “Somebody to love” de Queen. A todo volumen los auriculares enganchados a su teléfono celular, le hacían la caminata más amena en esa pesada media mañana veraniega. Tan ensimismada estaba pensando en su rutina que casi no se percató de que el reproductor se había detenido y que su teléfono había comenzado a vibrar, se dio cuenta cuando comenzó a sonar el aviso de llamada del celular, sin detener el paso empezó a hurgar en su cartera, miraba de vez en cuando al frente casi de refilón sin prestar mucha atención.
—¿Por qué no miras por dónde caminas?— La pregunta, proveniente de una voz profunda, masculina y sensual, la frenó en seco, mientras alzaba la mirada recorriendo ese torso hercúleo de amplio pecho y de cintura un poco más estrecha, con vientre plano, seguramente duro y absolutamente marcado. Envuelto en una camisa blanca con los dos primeros botones desabrochados metida dentro de unos pantalones de vestir negros. Se preguntaba de dónde había salido ese cuerpo y sobre todo en qué momento. Pero cuando sus ojos conectaron con los del dueño de esa voz, Roma se quedó sin aliento. Con su cabeza echada hacia atrás, contemplaba el rostro más hermoso que había visto en su vida, hombre de facciones puramente masculinas, barbilla fuerte y mandíbulas cuadradas, pero sin dudas, su mirada era lo que mas la atraía hacia él. Sus ojos verdes con destellos dorados, la contemplaban con una intensidad abrasadora y penetrante. Roma, supuso que se debía a la forma en que sus cejas enmarcaban su rostro, eran como picos y la ceja izquierda atravesada por una cicatriz, se alzaba de manera sexy pero demostrando reproche. A pesar del temblor que recorría su cuerpo, se las ingenió para poner su mirada más desafiante y responderle. Irguiéndose en su metro sesenta y tres, sacando pecho y demostrando no estar para nada cohibida por el metro noventa y pico de aquel hombre que la contemplaba algo irritado.
— Si me estabas viendo que iba distraída ¿Por qué no te hiciste vos a un lado? — Definitivamente se sintió muy conforme con la respuesta que le dio al tipo, porque pudo ver que los ojos pasaron de desconcertados a resplandecer de indignación.
—Si prestaras atención por donde vas, no andarías chocando personas — Alegó aquel hombre mientras se cruzaba de brazos.
— Y si no estuvieras tan al divino botón, te harías a un lado y no le estarías haciendo perder tiempo valioso a las personas que no estamos para perder tiempo. ─ Dicho esto, le sonrió de manera burlona y prosiguió su camino al trabajo. Eso sí, algo perturbada por ese hombre de mirada intensa.El teléfono de Roma volvió a sonar, por suerte había podido encontrarlo y esta vez lo tenía a mano para contestar rápido
— Holaaa reinaaa!! — La voz estridente de Jonás, su amigo más reciente y compañero de baile, le llegó apenas alcanzó a responder.
— Jonás, corazón ¿Cómo estás?— Bien, amore mío, ¿vos?—Acá ando, muerta de calor y a tres cuadras de llegar al trabajo— ¿Estás llegando tarde o me parece?— No, no te parece. Voy re tarde— Bueno reina, no te voy a hacer gastar más aliento. Solo quería saber si venís a la clase de esta noche — Roma había empezado cinco meses atrás clases de baile, ritmos latinos y tango. Empezó para poder coordinar, según ella, los movimientos de su cuerpo. Pero la verdad que intentaba ocultar, hasta de ella misma, es que bailaba para darse confianza y seguridad en los movimientos de su cuerpo.
— Obvio que voy ¿Me pasas a buscar?— Por supuesto reina. Ahora sí, te dejo y mandale un beso a tu compañerito de trabajo, que está más bueno que comer pollo con la mano.
— Jaja lástima que sea medio idiota, pero sí, reconozco que está muy bueno.
Se despidieron entre desacuerdos amistosos sobre León, el compañero de trabajo de Roma, y la hora en que Jonás la tenía que pasar a buscar para ir a su clase de baile.Mientras volvía a guardar el teléfono en la cartera, abría la puerta de la librería. Exactamente a las 10.15 a.m., el fresco interior del trabajo le daba la bienvenida a su jornada laboral. Era consciente de que estaba llegando quince minutos tarde, siempre podía echarle la culpa a su reloj, que a propósito estaba unos 10 minutos retrasados para que no la reten o por lo menos no sea más que una llamada de atención de que se compre un reloj nuevo o que le cambie las pilas a su viejo reloj de pulsera. Entrando furtivamente, subió los quince escalones que llevaban al depósito y se dispuso a dejar su cartera y a abrir las cajas nuevas para ponerse a ordenar los libros nuevos en sus estantes correspondientes.
Roma estaba en cuclillas, abriendo las cajas, demasiado fascinada con la emocionante tarea de ver los nuevos títulos que habían llegado en el pedido, que no se dio cuenta de que alguien había entrado en el depósito.
— Quince minutos tarde, Casalegno — La voz profunda y susurrada en su oído, León Scarmacio, la hizo darse vuelta rápidamente, quedando con su cara muy próxima a la suya, sus narices no se rozaban por milímetros. Con su sonrisa de chico malo, cargada de promesas lujuriosas en conjunto a sus penetrantes ojos azules, su pelo despeinado y sexy castaño claro, siempre conseguían hacerla tener pensamientos candentes, el punto es que León, como bien lo bautiza su nombre, se creía el rey de la selva. Y cambiaba mujeres como de ropa interior, porque era el típico tipo que está bueno y lo sabe. A los treinta y cuatro años, León era el soltero más codiciado de la librería, sin contar a la buena de Doña Mirna - quien además de ser su tía, era dueña de la librería- y Roma, el resto había caído bajo sus encantos masculinos. Si bien el cuerpo de León no era tan fornido como el del tipo con el que había tropezado momentos antes, tampoco estaba tan mal. De hecho, no estaba para nada mal. Su cuerpo era atlético, aunque según los testimonios de las otras chicas que trabajaban en la librería, estaba marcadito. Metro ochenta y seis de puro delirio, a menos que conocieras que era realmente un picaflor, alérgico al compromiso y al amor, adicto a noches de pasión pero nunca a repetir la dosis con la misma chica, por lo menos no en una misma semana.
— ¡Casi me matás del susto, por Dios! —Le respondió Roma, retirando la mirada de esos hipnóticos ojos celestes.
—Vi que subiste apurada al depósito, y vine a decirte…
— Que estoy quince minutos tarde, como si fueras uno de esos aparatos en los que se marcan tarjeta ¿no? — le interrumpió, algo indignada, mientras se ponía de pie y se cruzaba de brazos.
— Siempre con esa costumbre de hablar más de lo que escuchas, poniendo prejuicios contra mi persona —. Mientras se defendía, algo ofendido e incrédulo, León, se iba poniendo en pie y acortando la distancia entre el cuerpo de Roma y el suyo. La verdad sea dicha, esa pequeña lo tenía loco, era la última que le faltaba por conquistar y le volvía loco el saber que ella no le daba pelota, lo trataba como a un amigo más, con cordialidad y hasta bromeaban juntos. Un par de veces la pescó mirándolo abiertamente, pero por alguna extraña razón, ella había levantado una barrera imaginaria que él era incapaz de superar, como si ella se creyera una reina o buscase a alguien superior a cualquier mortal. Pero él estaba dispuesto a llevársela a la cama a como dé lugar.
— Está bien, perdón. ¿Qué me ibas a decir? — Se disculpó, mientras retrocedía un par de pasos y volvía a relajar los brazos. A Roma, la ponía un poco incómoda que León invadiera su espacio personal, y más la alteraba cuando ladeaba la boca en esa media sonrisa rompecorazones.
— Mi tía hoy no viene —. Empezó a explicarse León, mientras se apoyaba contra una de las columnas del depósito y metía las manos en los bolsillos, disfrutando de ese pequeño juego de acechar a la presa. — Nos toca cambiar los libros de las vidrieras, por ende armar las nuevas vidrieras. Vos te vas a encargar de eso, los libros que llegaron para organizar en los estantes lo va a hacer Caro, junto con Romina. Yo me voy a encargar de hacer las listas de los faltantes y toda esa perorata. Así que, además de encargarte de las vidrieras, estate atenta por si entran clientes. Hoy Marcela viene a la tarde. concluyó con un suspiro su discurso y la observó, esperando a que objetara algún punto.
— Entendido — Fue todo lo que Roma dijo, antes de dirigirse a la planta baja y encaminarse a reorganizar las vidrieras con los nuevos títulos.Roma sacaba los libros de la vidriera y limpiaba los estantes antes de poner los nuevos títulos. Hacer las vidrieras con las últimas novedades era algo que le encantaba. Además, asesorar a las clientas con las novelas que entraban a buscar, la hacía sentir como hada madrina, porque sentía que les daba la posibilidad de explorar nuevos mundos y de vivir historias maravillosas, de enamorarse de los personajes. Roma amaba los libros, y trabajar en una librería era como su paraíso personal, le daba la posibilidad de estar en contacto con esos nuevos mundos.Fue su padre quien la inició en el maravilloso mundo de la lectura, cuando era pequeña, Giulio Casalegno solía leerle un cuento antes de ir a dormir. Dejándole inconclusa la historia para poder continuarla a la noche siguiente, pero Roma, como no soportaba la intriga de saber cómo continuaba, a la edad de 5 años le pidió a su hermano Pietro, dos años mayor que ella, que le enseñara a leer, y así empezó su hábito de leer antes de ir a dormir.Como buena lectora, amaba el aroma de un libro nuevo y le fascinaba el que contenía un libro viejo, de páginas amarillas sobreviviendo al paso del tiempo, inmortalizando a sus amados personajes, sus amigos y compañeros de vida. Roma, se refugiaba desde pequeña en la lectura, era su forma de escapar del mundo real y de la crueldad a la que estuvo sometida en su adolescencia. A pesar de que ella se mostraba férrea y superada, en su interior siguen sangrando viejas heridas que la hacen sentirse indefensa, y sumergirse en las historias la hacían desconectarse y sentirse feliz.Su familia, el pilar más importante en su vida. Su madre, Magdalena, su mayor confidente. Sus personalidades eran muy parecidas, lo que les permitía entenderse con una sola mirada. Su hermano, su mejor amigo, confiaba y se refugiaba en él porque siempre la cuidaba y defendía. Pietro era como Giulio, el mismo carácter, las similitudes físicas eran patentes entre padre e hijo, la diferencia radicaba en que Pietro heredó el color de ojos de su bis abuelo materno, turquesas, como el cielo de verano. El único parecido que había entre los hermanitos Casalegno, era el color negro de su pelo, el de Roma semi ondulado y largo hasta la cintura, mientras que el de Pietro es corto y al estilo desalineado y la tez trigueña, lo único que tienen en común en rasgos físicos; en el resto eran el día y la noche. Pietro medía un metro ochenta y nueve, mientras Roma a duras penas llegaba al metro sesenta y tres.Se había sumergido en sus pensamientos, sin reparar que sostenía contra su pecho una antigua novela que se había colado entre las novedades del mes. La devolvió a la realidad el tintineo de la campanilla de la entrada, seguida de la voz de una anciana, que frecuentaba la librería con su rostro amable y sus ojos tristes, acompañados de aquellas marcas, que no representaban la edad, si no, la experiencias y los envites del destino.
— Señora Carola ¿Cómo está? — Preguntó Roma, volviendo a la realidad, mientras se bajaba de la vidriera y seguía sosteniendo la novela contra su pecho.
— Carola, hija, decime solo Carola — dijo la anciana, mientras la tomaba de la mano — Yo estoy como una mujer de mi edad puede estar, con el peso del tiempo sobre los hombros — finalizó la anciana en apenas un audible susurro. Roma sentía un extraño cariño hacia esa mujer, en sus ideas más íntimas, sostenía que aquella mujer ha perdido a un gran amor y se refugiaba en los libros para curar el espacio vacío y al olvido a la que la habían sometido sus hijos y nietos, o tal vez nunca había sido madre y su compañero de vida la había dejado sola en este mundo terrenal. Pero encontraba algo en la mirada de esa dulce mujer, que la invitaba a dejar volar su imaginación.— Muy bien, Carola, ¿en qué la puedo ayudar hoy? — Preguntó, agarrándola del brazo. Sabía que no iba a comprar nada, pero le encantaba charlar de “Novelas Rosas” con aquella mujer.
— Hoy si te voy a comprar un libro, hija. — Dijo con una sonrisa cómplice la Señora Carola— Esa frase es música para mis oídos, Carola, así que dígame ¿tiene algo en vista? — Roma supuso que sí, ya que pasaba por ahí absolutamente todos los días, y daba vuelta por los estantes revolviendo títulos durante media hora aproximadamente, y charlaba otra media hora con ella.
— Tengo algo en mente, pero voy a necesitar tu ayuda —. Mientras guiaba a Roma hacia la sección de Autoayuda, le comentaba que el libro era para un amigo de su nieto, que estaba atravesando una situación complicada con el sexo femenino y que ya estaba cansada de verlo soltero, refugiándose en el pretexto de que “el amor” no era para él, ella quería sacarlo de ese mundo por medio de un libro de autoayuda.
—Muy bien, Carola, teniendo en cuenta el panorama que usted me ha pintado, creo que éste puede ser el libro perfecto para el amigo de su nieto — dijo Roma, mientras tomaba un ejemplar de “Cómo superar a tu ex en 10 pasos”. Una vez más, Roma, había dado en el clavo asesorando a una clienta. Ambas, envueltas en un clima de risas se encaminaron a la caja, donde Romina se dispuso a cobrar y envolver la compra de la Señora Carola. Ya entregada la compra, la Señora Carola y Roma se despidieron con un pequeño abrazo y promesas a futuro para tomar el té.— Un título peculiar, el que se llevaba la señora Carola — comentó Romina a Roma, mientras ésta se dejaba caer con un pequeño suspiro en el mostrador.
— Es para el amigo de su nieto, que está pasando una etapa de desamor — Respondió Roma, mientras se ponía derecha y se encaminaba a continuar con sus tareas. Había visto que León, se estaba acercando y no quería agregarle a su llegada tarde más problemitas.Roma trabajó durante la hora y media siguiente, con muchísimo ahínco, guardando los libros en las cajas y reorganizando la vidriera principal. Si bien, no era muy habilidosa, mejor dicho, para nada habilidosa para hacer manualidades, o tener ideas creativas con respecto al arte, era muy buena armando las vidrieras de maneras llamativas. Exponiendo las novedades con sus esteras correspondientes, puesto absolutamente todo, de manera meticulosa, para que la luz del sol no solo no les afecte demasiado a las portadas de los libros, si no que se destaquen desde cualquier ángulo en el que el público pase por el frente de la vidriera. Esto era posible porque ella, salía de la librería y se paseaba por el frente de la vidriera comprobando los ángulos. En un principio a sus compañeros de trabajo les llamaba la atención verla caminar y mirar de perfil la vidriera, entrar y salir, en los primeros tiempos casi se volvieron locos, pero después se fueron acostumbrando, incluso había ocasiones en que se ponían bajo sus órdenes para que ella no tenga que entrar y salir millones de veces.Ésta no fue una de esas ocasiones, lo bueno era que Roma ya iba adquiriendo la visión de la vidriera apenas veía las portadas y las esteras que mandaban, algunas veces, las editoriales. Terminó rápido y se dirigió hacia el depósito, dónde se encontraban los dispensers de agua y el armario donde se guardaba el café y las tazas. Con el calor que hacía necesitaba hidratarse, si bien en la librería estaba prendido el aire acondicionado, Roma estaba acostumbrada a tomar muchísima agua. Esta costumbre la adquirió a los 17 años, cuando comenzó a hacer dieta para bajar los 10 kilos demás que tenía, desde entonces, todos los días tomaba unos 3 litros de agua a diario. Mientras subía los escalones, en el equipo de música estaba la radio, sintonizada en una estación femenina, comenzó a sonar “El día que me quieras” interpretada por Luís Miguel, el cantante preferido de Magdalena, su madre. De manera inconsciente, Roma comenzó a tararear y a bailar sola en el depósito. León, que subía de casualidad al depósito, se quedó contemplándola unos instantes e incapaz de perder oportunidad, acopló su cuerpo al de ella y la guió de manera sublime en pasos de vals, mientras que la miraba a los ojos y le cantaba en un susurro, apenas audible para ellos dos.La canción terminó, y Roma automáticamente rompió el hechizo del momento, soltándose del agarre de León.— Las clases de baile que tomas son verdaderas — afirmó León, intentando recobrar la compostura y tratando no sonar perturbado. Había disfrutado ese pequeño vaivén de cuerpos, hacía mucho tiempo que no gozaba del “arte de cazar” a una mujer, y nunca había bailado el vals con una, a menos que, estuviera en un casamiento. Hacía mucho que él no era espontáneo con sus actos, siempre todo lo hacía con meticulosidad para obtener resultados efectivos.— Por supuesto que son verdaderas — contestó ella, mientras se encaminaba a buscar su taza para tomar agua.— Me encantaría llevarte a bailar, para comprobar si en todos los ritmos sos tan buena como en el vals — León estaba tentando la suerte, Roma se giró y lo miró con reproche por encima del borde de su taza.
— No empecemos, veníamos bárbaro — Fue todo lo que dijo, antes de dejar su taza y volver a la planta baja.
***
Eric seguía pensando en esa chica, esa que casi se lo lleva puesto, esa que cada vez que recordaba le hervía la sangre. ¿Con cuántas se había cruzado esa mañana o esa semana? Con muchas, pero había algo en ella que hacía que fuera imposible quitarla de su mente. Tal vez haya sido el descaro con el que le hizo frente, sosteniéndole la mirada e invitándolo al tácito duelo verbal. Revivía aquel breve encuentro una y otra vez, y solo podía memorizar cada vez con mayor certeza las facciones de esa hermosa muchacha. Los labios en forma de corazón, de color rosados naturales apenas destacados por un brillo labial, pidiendo a gritos que sean devorados hasta dejarlos enrojecidos. La forma de sus ojos, grandes y medio sesgados, negros como el café, sus pestañas largas como las noches de invierno, y sus cejas anchas depiladas como alas de gaviotas.— Desde que llegaste, cada cinco minutos, te perdés en una nebulosa y sonreís como idiota ¿me querés hacer el bendito favor de contarme qué te pasa? — le increpó Santino, su amigo de toda la vida, su compañero de banco desde jardín hasta la universidad.Eric había ido al departamento de Santino para debatir el caso de uno de sus pacientes, pero habían empezado a hablar de bueyes perdidos y Eric no podía dejar de pensar en la chica con la que había tropezado hacia un par de horas atrás. Sentado cómodamente, en uno de los sillones del departamento, se perdía en sus recuerdos, mientras intentaba mantener el hilo de la conversación con Santino.Se enderezó para contarle lo que estaba evocando , era al vicio intentar contarle una mentira, ya que se conocían de derecho y de revés. En realidad las únicas tres personas a las que no podía mentirles, salvo en el Póker, era a Santino, Lucas y Marcos. Sus amigos de siempre, ellos se apodaban “Los cuatro fantásticos”. Todos estudiaron medicina, pero se separaron al momento de elegir especialidades. Eric Neurocirujano, Santino Traumatólogo, Lucas Pediatra y Marcos Psiquiatra.
— No sabía que ejercías de Psicólogo — Comentó con sarcasmo.
—Ejerzo de amigo, así que larga qué es lo que te pasa de una buena vez — le ordenó y se preparó para escucharlo.
— No es nada importante… pero… hay alguien que no me puedo sacar de la cabeza — Terminó de decir con un suspiro.
— ¡Apa! ¿La conozco? — se interesó abriendo los ojos y elevando las cejas, mientras hacía una lista mental de las amigas de su novia, que Eric conocía, y que podrían haber tenido un interludio amoroso.
— No creo, ni yo la conozco — con tono resignado, Eric, volvió a recostarse en el sillón.
— ¿Y eso? — Extrañado, Santino, se enderezó en su sillón. Eric, pasó a relatarle como casi se chocan y el intercambio verbal. El cruce de miradas y como se quedó como un idiota mirando cuando ella se fue. Le contó también que la siguió discretamente, y vio que entró en una librería, y que dedujo que ahí trabajaba, no solo por la vestimenta, que era igual a de las otras empleadas, si no que la vio armando la vidriera.— Después entró tu abuela en la librería y se saludaron como viejas amigas —. Eric, se había quedado contemplando a aquella misteriosa chica, como si contemplara al pez más extraño y exótico del mundo, en una pecera. La había visto quedarse con la mirada perdida en algún punto de su memoria, con una novela aferrada en sus brazos y el sol de la mañana haciendo refulgir cada una de sus facciones. Hasta que en su campo de visión entro la abuela Caro, y se tuvo que ir de manera más furtiva de cómo había llegado.
— ¿Mi abuela? — Santino cada vez más extrañado, paso por alto la extraña conducta de su amigo al perseguir a una chica.
— Sí, tu abuela — Le respondió como si de un nene chiquito se tratara.
— La librería que siempre va mi abuela es una que está acá a cinco cuadras más o menos — comentó, intentando recordar el nombre de esa librería
— Exacto, esa misma librería — Apuntó Eric.
—Bueno, ahora que viene la abuela le preguntamos, como quien no quiere la cosa, si sabe el nombre de esa chica —. No sabía por qué, pero había algo en todo esto que le fascinaba a Santino. Tal vez el hecho de verlo a su amigo interesado en una chica, como nunca antes, ni siquiera por Melania mostraba ese brillo en los ojos cuando hablaba de ella. Y esta chica enigmática, con un simple tropiezo en la calle y una lengua rápida para retrucar, lo había dejado con sus pensamientos revolucionados. A como de lugar iba a averiguar la identidad de esa mujer.
— Definitivamente le voy a decir a Marcos que te regale la camisita blanca, la de manguitas cruzadas que se prende en la espalda — dijo revoleando los ojos e intentando parecer indiferente a la idea de su amigo. Eric, quería disimular que esa idea se le había cruzado por la mente, apenas vio a la abuela Caro entrar en la librería y hablar con ella. — ¿El viernes nos juntamos a jugar al póker? — Preguntó, intentando desviar el tema de conversación a un terreno que no le incomodara tanto.
— Es el cumpleaños de Sofía — Le recordó. Sofía, novia de Santino hace tres años, convivían hace dos. Se conocieron en el Hospital Carson, donde trabajaban actualmente junto con Lucas y Eric. Sofía era una de las nuevas enfermeras y Santino uno de los médicos más codiciados por las féminas, apenas se conocieron se hicieron muy amigos y poco a poco Sofía fue conquistando el corazón de Santino. Ese viernes, ella, cumplía veintisiete años y lo festejaban en el departamento, con sus colegas del hospital y sus amigos recientes, sus compañeros de baile. El espacioso departamento les permitía hacer ese pequeño ágape, apenas corriendo algún que otro mueble para que se forme una pequeña pista de baile, por si alguno de sus compañeros de baile tenía ganas de hacer una pequeña demostración. El festejo oficial lo realizaban el sábado, ya que ninguno trabajaba el domingo. Brenda y Mariela, novias de Marcos y Lucas, también asistían junto a Sofía a clases de baile.
— ¿Y no nos podemos juntar un rato antes? — Preguntó algo decepcionado Eric.
— No sé a qué hora empiezan a llegar sus amigas. Sé que hay una que viene tipo 7.30 p.m. Es la que la va a ayudar a preparar los bocaditos y eso —. Con un suspiro resignado, Santino, zanjó el tema de la partida de Póker del viernes. Religiosamente todos los viernes, los cuatro amigos se juntaban a jugar al Póker, mientras las tres novias comían y parloteaban en la cocina. Los cuatro bebían cervezas, fumaban algún que otro habano y apostaban pequeñas sumas de dinero.
— Avisame si es la pegajosa de Martina, así vengo tarde — Dijo Eric mientras le daba un trago a su vaso de Coca-Cola helada. Martina, enfermera del Hospital, estaba obsesionada con Eric, siempre intentando llamar su atención. Tuvo que pedir que la transfirieran a otro piso porque lo atosigaba constantemente.Riendo, Santino le aclaró que no se trataba de Martina, si no, de una de las compañeras de salsa de las chicas. Una que no conocían, porque hacía poco que eran amigas y que tenía nombre de ciudad europea.
— ¿No me digas que Sofía es amiga de Paris Hilton? — Preguntó Eric con sarcasmo.
— No, chistoso. Es otra capital europea, pero en este momento no me acuerdo cuál.
— Lo bueno es que estamos a miércoles, tenés hasta el jueves para acordarte el nombre de la chica —. Sonriendo, Eric se levantó del sillón para sacar su celular que había comenzado a vibrar. — Luquitas — Sabía que su amigo detestaba que lo llamaran con diminutivo, solo su abuela y las abuelas de los chicos tenían permitido hacerlo.
— Eriquito — respondió del otro lado del teléfono, Lucas, en su mejor tono de imitación de su abuela — ¿Dónde estás? — En casa de Santino ¿por? — Preocupado, Eric, se levantó del sillón rogando para sus adentros de que no se tratara de ninguna emergencia. Santino, se enderezó temiendo lo mismo que su amigo.
— Te están buscando por todas partes. Tenés que venir urgente al hospital, tu papá quiere hacer un anuncio importante, decile a Santino que también esto le incumbe — finalizó Lucas
— Ok, ya vamos para allá — Eric, cortó la llamada más relajado. Se trataba de asuntos administrativos y no de una emergencia.— Tenemos que ir al Hospital, mi viejo quiere hacer un anuncio importante y nos quiere ahí — le informó.
— ¿Anuncio importante? ¿Ahora le dice así a los cambios de horarios de las guardias? — Preguntó extrañado, mientras agarraba las llaves del auto.
— Al parecer, porque no notaba preocupación en Lucas.
Salieron departamento y se dirigieron al hospital, cada uno en su auto. Santino en su Fiat Punto negro, mientras que Eric iba en su Audi A8 de doce cilindros, negro con los vidrios polarizados. Leyéndose el pensamiento, no tomaron el camino acostumbrado para ir al hospital, si no que desviaron su ruta para pasar por el frente de la librería. Pero aquella muchacha no estaba al alcance de la vista, fijando su vista al frente una vez más, agradecía ir solo en el auto para mostrar abiertamente esa pequeña decepción de no haberla visto. No sabía que le sucedía, ni de dónde provenía ese sentimiento. No alcanzaba a comprender qué le estaba pasando, solo sabía que tenía la imperiosa necesidad de verla otra vez.Durante los diez minutos que duraba el viaje, desde el departamento de Santino al Hospital, Eric, continuó pensando en ella y en buscar la manera de que sus caminos se vuelvan a cruzar. De ser necesario, iba a ir todos los días a lo de Santino, a la misma hora, para chocar su camino con el de ella. El pensamiento, le provocó risa. Nunca había tenido que cambiar su rutina diaria para volver a ver a una chica. Lo que más hacía sentirlo un idiota, era la idea de que ella ni siquiera se acordaría de él.Llegaron al Hospital, entraron a la playa de estacionamiento, dónde cada uno tenía su lugar reservado. Era una bendición para ellos el no tener que luchar en conseguir lugar para dejar sus coches, sin tener que pagar una fortuna. Esa pequeña ventaja que le daba ser el hijo del dueño del hospital, y sus amigos también gozaban de los beneficios. Subieron al ascensor, ubicado a pocos metros de donde dejaron los autos estacionados, y presionaron el botón al piso siete. En el quinto piso el ascensor se detuvo y abrió sus puertas, dándole paso a una enfermera. Enfermera que Eric detestaba desde lo más profundo de su ser, más que detestarla, le daba repulsión. Martina Sánchez entró en el ascensor, con su habitual contoneo de caderas, su pelo teñido de colorado peinado en un rodete tirante, su empalagoso perfume y sus insinuantes ojos celestes. A decir verdad, el color de sus ojos era marrón y utilizaba lentes de contacto que no la favorecían en absoluto.—Buenas tardes, Doctores— saludó, con su melosa voz. Santino se limitó a asentir con su cabeza, en señal de respuesta al saludo, mientras que Eric ni se molestó en mirarla. Algo que hizo que ella estallara por dentro, detestaba el gesto de hastío que él hacía cada vez que ella le dirigía la palabra. Sabía que ella era hermosa, cada vez que se miraba en el espejo, Martina, no se encontraba defectos. Con un cuerpo que cualquier mujer mataría por tener, de grandes pechos – artificiales, pero lo que contaba era el tamaño- cintura muy estrecha y a pesar de no tener cola muy respingona, no estaba mal. Ella lo había perseguido a sol y sombra, hasta llegó a meterse en su consultorio totalmente desnuda y él solo se la había sacado de encima, ella había pensado que tenía que ser homosexual para rechazarla. Pero cuando le preguntó, él solo se limitó a mirarla con sus ojos cargados de impaciencia y a decirle “No, no soy gay. Pero las tipas como vos no me van”. Fue el último cruce de palabras que tuvieron, ahora solo quedan los cordiales saludos, que él ni se molesta en responderle. Ese día, fue el último que trabajó en urgencias. A la mañana siguiente, fue transferida a Hemodiálisis. De eso habían pasado tres meses, tres meses en los cuales Martina, seguía devanándose los sesos intento descifrar a qué había hecho referencia con eso de “las tipas como vos”. Solo quedaba una explicación y era por demás imposible, nadie conocía su oscuro secreto.El ascenso de los dos restantes pisos que faltaban para llegar, a Eric, se le hicieron eternos. Se sentía sofocado con el empalagoso perfume de Martina, de hecho su sola presencia lo sofocaba. Tan solo recordar lo que ella había hecho apenas había ingresado en el hospital a trabajar, le daba impotencia e ira.Cuando el ascensor se detuvo en el ansiado séptimo piso, sintió que los pulmones se le volvían a llenar de oxígeno. Las puertas se abrieron, y se encaminaron a donde se encontraba la sala de juntas.La sala de juntas, era un despacho con dos paredes en color durazno y dos ventanales esmerilados enormes. Contaba con una mesa de roble ovalada con capacidad para doce personas, con sillas de oficina en color negro, el piso de parquet Guatambú y un par de obras de arte colgadas en las paredes, completaban la estampa del lugar. Eric y Santino entraron después de cederle el paso a Martina, la caballerosidad era primordial para ellos, se ubicaron junto a Lucas. El padre de Eric, dueño y director del Hospital, se hallaba con el semblante risueño. El Doctor Tristán Carson, saludó a su hijo y a su hijo postizo, con una leve inclinación de cabeza.—Bien, ahora que estamos todos, puedo comenzar a informarles los cambios que a partir de ahora van a regir en el Hospital — Dijo el Dr. Carson, alzando la voz por encima del murmullo en la sala obligando a todos a guardar silencio y a prestar atención — Como bien saben, el Hospital ha estado en construcción de una nueva ala, destinada a la atención psiquiátrica, la obra ya ha finalizado —. Todos comenzaron a aplaudir, Carson padre, volvió a pedir silencio.— Me complace anunciarles — retomó — al nuevo miembro de este hospital, me costó mucha saliva convencerlo del puesto, pero gracias a Dios recapacitó y aceptó — esbozando una enorme sonrisa, mientras se armaba un pequeño barullo de risas. — Señoras y señores, les presento a Marcos Gonzáles, nuevo director del ala Psiquiátrica del Hospital Carson —. Mientras Marcos emergía de la multitud, saludando y recibiendo las felicitaciones de sus nuevos compañeros de trabajo, los tres amigos quedaron pasmados ante la noticia, porque Marcos nunca había dicho ni una palabra de que había alguna remota posibilidad de trabajar en la nueva ala de Psiquiatría, y menos que menos ser el Director de la misma. Los tres amigos, saludaron a Marcos con efusivas palmadas en la espalda y algunos reproches, por mantener oculta la noticia de que iba a trabajar con ellos.Una vez más, como en la universidad, estaban los cuatro juntos. Se dirigieron al consultorio de Eric, para charlar y organizar para hacer un pequeño festejo esa misma noche.
El consultorio de Eric era muy sencillo, de paredes blancas, escritorio de roble, sillones de escritorio revestidos en cuero negro y una camilla. Una vez que entraron en el despacho y cerraron la puerta, los cuatro amigos se pusieron cómodos. Eric, se sentó en el escritorio en la parte que daba al público, Lucas en uno de los sillones de escritorio, mientras que Marcos y Santino se sentaron en la camilla.
— ¿Por qué nunca nos contaste que mi viejo te estaba reclutando?— Porque sabía que si lo hacía, me iban a presionar— se defendió.
— ¿Qué te hizo aceptar? — Preguntó Lucas. Sin duda, esa pregunta era la clave para entender la decisión de su amigo. Sabían que era un hueso duro de roer, y cuando no quería aceptar algo no había manera de hacerlo cambiar de opinión.Marcos, agachó la cabeza y la volvió a levantar. Respiró hondo y enfrentó a sus amigos, que lo miraban expectantes.
— Me voy a casar —. Su miedo era que sus amigos le reprocharan este gran paso que estaba por dar. Le había pedido a Brenda casamiento, el fin de semana pasado. Necesitaba asegurarse un buen trabajo y aunque ganaba bien en su consultorio privado, no le era suficiente para planear un futuro con hijos y darles un muy buen pasar económico. El Carson no sólo le ofrecía eso, sino que además él iba a ser su propio jefe en uno de los Hospitales más privilegiados del país, con horarios flexibles y no esclavizantes como en su consultorio. Iba a poder ser padre presente y un buen marido. Amaba a Brenda con locura, ella, su novia desde su primer año en la universidad. Desde el día en que la vio, en una mesita de la ciudad Universitaria, leyendo a Freud con su café ya frío. Con su pelo que le llegaba a los hombros, abrigada como para cruzar el polo Norte, su blanca piel se enrojecía en las mejillas y en la nariz. Tan concentrada estaba en la lectura, que no se daba cuenta de que su café hacía rato había dejado de estar caliente, se dio coraje para salir de la fotocopiadora, acercarse a ella e invitarla con otro café. Hasta el día de hoy, no sabía qué fue lo que lo llevó a ir a esa fotocopiadora ubicada en frente del bar de la Universidad, aquella fría mañana de Agosto, no sabía cuál fue el impulso que lo obligó a cambiar su camino habitual, pero lo agradecía desde lo más profundo de su ser, porque conoció a su primer y único amor. A ella, que le adivinaba los pensamientos y con quien podía mostrarse tal cual era, sin máscaras, se sentía tan cómodo con Brenda como con los chicos. No cabía duda, era ella, era la mujer de su vida, con quien se veía envejeciendo. Era ella la que le iba a dar el maravilloso milagro de ser padre, y a la única que se imaginaba como madre de sus hijos.
La noticia los tomó desprevenidos y se quedaron en silencio unos segundos antes de poder reaccionar. Cada uno cavilando su propia situación. Lucas, pensando que Mar iba a empezar con las indirectas sobre el matrimonio. Santino, que sabía que para Sofía el hecho de convivir era un gran paso y por el momento se conformaba, pero seguía soñando con el vestido blanco y la gran fiesta. Eric, por una fracción de segundos volvió a revivir el momento en el que él también había decidido casarse, error que casi le costó la vida. Decidido a dejar esos pensamientos de lado, ya que Brenda no era Melania, veía la adoración con la que miraba a su amigo y viceversa.
— ¡Digan algo, por el amor a Cristo! — exasperado, Marcos, brincó de la camilla y contempló a sus amigos.
— Perdón amigo, estábamos pensando en la despedida de soltero — se excusó Eric, y se levantó para darle un abrazo con palmadas en la espalda y expresarle sus más sinceras felicitaciones. Lucas y Santino imitaron a Eric, y la pequeña tensión que se había formado en el ambiente se esfumó, llenándose el espacio de risas y bromas.Más relajado, Marcos, los invitó a una salida de siete, para festejar el nombramiento, su compromiso y próximo casamiento.
— Las buscamos a las chicas en su clase de salsa y nos vamos directo a tomar algo — Propuso Marcos. Todos aceptaron, aunque Eric no tenía novia, los acompañaría de igual modo.
— ¿Alguno se acuerda de qué capital europea, tiene el nombre la amiga de las chicas? — Santino, seguía dándole vueltas al asunto.— ¿Otra vez con lo de Paris Hilton? — Sarcástico, Eric, revoleó los ojos y se cruzó de brazos.
— No, no es París. Es Roma — corrigió Lucas.
— ¡Esa, esa era la capital! — Asintió Santino.
— Según me cuenta Brenda, es una divina, pero con un carácter tremendo. De esas que son rápidas retrucando.
— Igual que tu “Dama misteriosa”, Eric—. Ante esa referencia, Eric, pensó que iba a estrangular a Santino. No quería hablar de ella todavía.
Marcos y Lucas, lo observaban con los ojos abiertos y esperando una explicación. Ante el mutismo de su amigo, Santino, decidió intervenir y relatar lo que Eric, le había contado más temprano.
— ¡¿La seguiste?! — Exclamaron al unísono Marcos y Lucas, los tomaba por sorpresa esa actitud de espía de Eric, y más que tuviera que seguir a una mujer, cuando de todos, era al que más hostigaban las féminas.
—No… sí… No... Bueno, sí, técnicamente creo que si es seguir — dijo mientras se bajaba del escritorio, daba media vuelta alrededor del mismo y se disponía a abrir los cajones, buscando la excusa que lo ayudara a evadir el tiroteo de preguntas al que lo iban a someter sus amigos.
— ¿Desde cuándo andas jugando a ser James Bond? — Le increpó Marcos. Eric, sólo se encogió de hombros y guardo silencio.
— Lo que más me llama la atención es que vos, justamente vos, andes persiguiendo mujeres — bromeó Marcos.— Con respecto a lo que me impulsó, no sé bien como definirlo. Solo sé que sentí el impulso de ver a dónde se dirigía y de volver a verla. Nada más. — Con esto, Eric, dio por concluido el tema y se fue, azotando la puerta al cerrarla. Dejando a sus amigos anonadados por su conducta; no solo con lo de esa mañana, si no, con el que mostraba ahora.
— Menos mal que ahora, tiene a un psiquiatra cerca — comentó Lucas, con la mirada clavada en la puerta por donde había desaparecido su amigo.